La autoridad es muy necesaria en la adolescencia,
básicamente porque es sobre ella sobre la escalera que el adolescente subirá en
su camino de madurez. Es un derecho y una obligación a la que los padres no
pueden renunciar, en aras a una supuesta “liberalidad”. El adolescente necesita
la autoridad de sus padres para aferrarse a algo en su proceso madurativo.
Lo
que sucede es que la autoridad debe
ejercerse de forma proporcionada, en el momento oportuno y con los temas
oportunos. Es inevitable que durante todo este proceso surjan situaciones
conflictivas que puedan servir para distanciar a los hijos de sus padres,
distancia que por otra parte es necesaria para el desarrollo de la personalidad
en el joven.
Ciertamente
la adolescencia es un proceso de
adaptación mutua en el que el hijo crece y las relaciones con sus padres
cambian, y a algunos padres les cuesta aceptar este cambio, parece como si
temieran la adolescencia de sus hijos y en cierta medida se oponen a ella, por
ejemplo, vigilándoles en todo momento.
Queremos
insistir en que al adolescente no le va bien ni la sobreprotección ni la
rigidez. La rigidez ha de flexibilizarse a través de las negociaciones; si bien los padres han de asumir el control y marcar los
límites, por su parte los hijos han de tener “voz” para expresar sus
opiniones. Sólo así se podrá llegar a acuerdos satisfactorios y aceptados por
ambas partes. Es muy importante que queden
claras las reglas a las que los adolescentes tienen que atenerse en cuanto a estudios,
horarios, obligaciones, dinero etc, así como cuales serán las conductas a
seguir en caso de infracción a esas reglas. De la misma forma los adultos
han de ser claros, reales y concretos a
la hora de establecer límites y actuar en consecuencia.
Algunos padres difieren entre
sí, de una
manera clara o encubierta, a cerca de lo que esperan de sus hijos o sobre como
tratarlos y entonces el hijo ante esta
falta de acuerdo estará confundido, sin saber a qué atenerse y, probablemente, no
cumpla con sus obligaciones. Esta situación permite al hijo escabullirse y
no asumir responsabilidades.
También
hay que aprender a discriminar cuáles
son los temas o cuestiones en las que convendría o no intervenir. Es
necesario poner límites y emplear energías en aquellos temas que resulten
nucleares, y no en los accesorios. Es decir, temas como el modo de vestir, la música, la decoración de su habitación o la
manera de hablar, son campos abonados para la confrontación el alejamiento
y la lucha sin sentido, en la que todos
tienen mucho que perder y nada que ganar.
De
todas formas es normal que los
adolescentes intenten infringir normas, conecten con amistades, que
nosotros no aprobemos, empiecen a tener relaciones amorosas..., en cualquier
caso, tengamos en cuenta que si en casa
se mantiene una atmósfera de comunicación en la que el adolescente pueda
hablar de sus experiencias con tranquilidad al final esta etapa pasará, y se verán los frutos de lo que se sembró.
CÓMO EVITAR
LAS BATALLAS COTIDIANAS
Casos
no negociables
Los padres pueden permitirse ser
flexibles cuando han decidido que el tema no tiene la suficiente importancia
como para dar pie a una batalla. No obstante, hay muchos casos en que los
padres deben establecer unos límites claros, y seguir mostrándose estrictos en
lugar de flexibles. En este caso, uno puede mostrar autoridad frente al hijo;
pero, al mismo tiempo, evitar un enfrentamiento, como la madre de Miguel hizo:
Miguel: Mami, hazme huevos
revueltos con queso.
Mamá: De acuerdo, cariño.
Cuando los huevos estaban
preparados ya:
Miguel: No comeré estos huevos.
Yo no los quería así.
Mamá: Oh, pues yo he pensado
que sí.
Miguel: Y resulta que no. Hazme
otra cosa.
Mamá: Hago el desayuno sólo una
vez. Puedes comértelo si quieres.
Miguel: (sorprendido) Oh...,
bueno.
Y comenzó a comerse los huevos.
El resultado puede parecer
demasiado bonito para ser verdad y tal vez no siempre ocurra así, pero la madre
de Miguel evitó una batalla sin tener que someterse a los caprichos de su hijo.
Si hubiese contestado de forma automática, seguramente hubiera ordenado: “¡Cómete
los huevos! Me los has pedido y te los
comerás”. Cuando el niño dijo: “Yo no los quería así”, ella
no negó su afirmación, sino que insistió en su percepción: “... he pensado que
sí”. Esta frase no atacaba tanto al niño como hubiera sucedido con “Tú dijiste
que los querías”. Si la madre hubiese comenzado con “Tú...”, Miguel se hubiese
puesto a la defensiva, y seguramente hubiera seguido con la discusión.
Cuando él pidió a su madre que le preparara otra
cosa para desayunar, ella estableció con firmeza el límite: “Hago el desayuno
sólo una vez”. Pero tampoco lo coaccionó (“Puedes comértelo si quieres”), en
lugar de darle una orden que quizá le inspire un desafío. Miguel decidió
comerse los huevos que había pedido cuando se dio cuenta de que rechazarlos no
iba a causar el típico enfado en su madre. La respuesta de ella no garantizaba
que el niño se comiera el desayuno, pero es un ejemplo de cómo una madre hábil
evita enzarzarse en una lucha de poder.
Consecuencias
Las consecuencias suelen resultar
unas enseñanzas más efectivas que todas nuestras críticas y amenazas. Si a
veces los padres valoran como negativo cosas que pueden ser discutibles, que
dependen de manías personales.
o. Si Paco no se sienta a la mesa cuando se le
llama, sus espaguetis se enfriarán y se los comerá congelados. Si Alicia no se
abrocha la chaqueta ni se pone los guantes, el frío viento será mucho más
convincente que todas las recomendaciones de su madre. Si Daniel no acaba los
deberes, no estará bien preparado cuando el profesor le pregunte al día
siguiente. Si los padres no dicen nada en estos casos, los
niños aprenderán de las consecuencias, y no gastarán sus energías discutiendo
con nosotros.
La
madre de Juan siempre discutía con su hijo de once años para que se levantara
temprano. Al final acabó por darse cuenta de que dejarle llegar tarde al
colegio iba a ser mucho más convincente que todas
sus llamadas. Ella le dijo que ya no iba a ser responsable de sus horas de
levantarse. A partir de aquel momento, Juan se puso el despertador en lugar de
confiar en que su madre lo despertara. La verdad es que se retrasaba con mucha
menos frecuencia.
¿Qué
puedo hacer para que mi hijo me escuche?
Esta pregunta suele ser la
primera que los padres plantean. La respuesta es muy corta: hable
menos. Los niños están habituados a las largas
órdenes de los padres, que muy pronto se vuelven sordos a sus palabras. Como un
niño dijo: “Cuando mi madre está en la segunda frase, yo me he olvidado ya de
la primera”. Otro niño comentó: “Mamá, siempre que te pregunto algo sencillo,
me das una respuesta tan larga...”. Si Usted puede detenerse al final de la
primera frase, verá cómo consigue respuestas más cooperativas, y evitará muchas
peleas diarias.
Si
Usted consigue ceñirse a lo que yo llamo “orden de una sola palabra”, se
acostumbrará a ser breve. Por ejemplo, Felipe llegó de la calle, cuando
llovía, y entró en la cocina con las botas llenas de barro. La reacción
automática de la madre hubiera sido: “¿Cuántas veces te he dicho que te quites
las botas en el recibidor? ¡Fíjate el lío que has montado! ¿Crees que lo único
que debo hacer es fregar el suelo? No tienes consideración ni cuidado. ¿Por qué
no puedes recordar algo tan sencillo como quitarte las botas antes de entrar en
la casa...?”. Es muy posible que Felipe dejara de escuchar a su madre
después de la primera frase.
En
lugar de ello, su madre envió un mensaje sencillo y efectivo, sin crítica
alguna que pudiera causar el resentimiento de Felipe. Lo único que necesita decir
es una única palabra: “!BOTAS!”.
En
lugar de “recordar”, un eufemismo de “regañar” (“Te has olvidado
otra vez de lavarte los dientes. ¿Por qué eres tan olvidadizo? Tendrás un
sinfín de caries. Tu hermano siempre se acuerda de lavarse los dientes...”),
diga, simplemente: “ ¡DIENTES!”.
Si
usa una sola palabra, es posible que deba repetirla de nuevo, la segunda vez en
un tono algo más fuerte; pero, incluso así, no habrá críticas ni mensajes
ocultos. La regla de la única palabra es efectiva porque se dirige a la
situación, no al niño. No admite una contrarespuesta. El niño que se siente
herido, tratará de hacerse el sordo o de defenderse y movilizar toda su
resistencia contra los padres.
Los
niños se resisten a las órdenes, así como a la verborrea. Mi hijo admitió una
vez: “Mamá, siempre que me mandas algo, yo quiero hacer justo todo lo
contrario”. Los niños reaccionan mucho mejor ante una descripción breve e
impersonal de lo que hay que hacer, que ante una acusación, amenaza u orden
pesada:
FORMA ADECUADA
|
FORMA
INADECUADA
|
“El libro de la biblioteca debía haber sido
devuelto hace cinco días”
|
“Devuelve
este libro a la biblioteca en cuanto salgas del colegio. ¿No ves que han
pasado ya cinco días de la fecha de devolución?”
|
“El autocar de
la escuela llegará dentro de 5 minutos”
|
“Ponte al
abrigo. No te olvides la cartera. ¡Date prisa! ¡CORRE! ¡Qué lento eres!”
|
“Los abrigos se
dejan en el armario, no en el suelo”
|
“¡Coge
este abrigo ahora mismo! ¿Por qué eres tan descuidado? ¿No has oído hablar
nunca de perchas para abrigos?”
|
“La jaula del
hamster necesita una limpieza.”
|
“¡Nunca te acuerdas de
limpiar la jaula del Hámster! ¿No te preocupas de tus animales? Límpiala de
inmediato o no te dejo salir a Jugar
con Sandy.”
|
“Te
lo estás pasando muy bien con Danny, pero
ya es hora de volver a casa.”
|
“Si no
vienes a casa al instante, no te dejaré ir a casa de Danny nunca más. ¿Me
oyes?”
|
“Hay
que hablar a la abuelita con respeto”
|
“ ¡Qué grosero eres! No te atrevas nunca más a contestarme de esta
manera o ser maleducado con la
abuelita.”
|
Los
padres pueden intervenir de manera positiva en el proceso de aprendizaje de sus
hijos, sin necesidad de provocar en ellos ningún sentido de insuficiencia. En
ocasiones, alejarnos algo del lugar facilita que el niño realice lo que le
hemos pedido. Al niño le cuesta más defender su imagen si nos quedamos frente a
él, como un sargento, a la espera de que cumpla lo ordenado. Si derrama la
leche, podemos decirle: “Aquí tienes la bayeta. Hay que limpiar la leche”, y
luego alejarse para que él conserve su dignidad.
Nancy
Samalin: “Con el cariño no basta”.
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